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De El Pais, Madrid - 16 diciembre 2007

Cada vez que Wen hace un juguete

EL PAÍS destapa las inhumanas condiciones de trabajo en varias fábricas chinas productoras de muñecos de peluche para el mercado español

ANTÓN ETXEBARRÍA SHANG - hai - 16/12/2007

Un corazón que declara su amor con un metálico "te amo" cuesta en China 32 céntimos de euro. Cuando 50.000 de ellos lleguen a España, a tiempo para la campaña de San Valentín, su precio se habrá multiplicado por 10 o por 12. En el camino habrán quedado varios BMW serie 7, opíparas comilonas, y algún que otro soborno. Sin embargo, Wen Xiqi recibe unos 40 yuanes (cuatro euros) por cada jornada de trabajo de entre 10 y 15 horas, dependiendo del volumen de pedidos de la empresa. Esta joven de 24 años es capaz de introducir el mecanismo eléctrico del corazón, que puede expresarse en una docena de idiomas, y coser 120 unidades a la hora. Sentada sobre un taburete de escasos treinta centímetros de alto, por sus manos pasa una media de 1.300 unidades al día.

La fábrica en la que trabaja esta joven está a unos 20 kilómetros de la ciudad de Yiwu, uno de los principales centros manufactureros de la provincia de Zhejiang, en la costa este de China. Es un anodino bloque de ladrillo rojo de cuatro pisos escondido al final de un laberinto de callejuelas sin asfaltar por las que apenas puede pasar el Audi A-6 L 2.4 de su propietario, uno de tantos empresarios enriquecidos de la noche a la mañana gracias al negocio de la exportación. Junto a ella, otras 40 trabajadoras desempeñan su labor en un silencio sólo roto por los repetitivos "te amo" de los juguetes. Se afanan por terminar a tiempo los corazones que los españoles podrán adquirir en febrero, básicamente en bazares chinos y tiendas de todo a cien. La etiqueta con el logo CE certifica la calidad del producto, pero no las condiciones en las que trabajan Xiqi y sus compañeras.

El termómetro marca casi cero, pero en la fábrica no hay calefacción. Tampoco en los dormitorios de la cuarta planta, donde las mujeres descansan hacinadas en literas de madera. Sólo quienes manejan directamente el relleno de los corazones, unas fibras plásticas muy finas, cuentan con mascarillas de papel como medida de seguridad. El resto, puede sufrir problemas respiratorios graves derivados de su contacto con el material. Sin embargo, el dueño parece satisfecho con las condiciones de sus empleados. "En otras empresas son mucho peores; incluso se castiga físicamente a los empleados, algo que yo jamás hago", se justifica. "Este es el estándar en China y no he recibido ninguna queja al respecto". Desconocedoras de sus derechos, y amedrentadas por las multas que la empresa les impone si no cumplen los plazos o, incluso, si enferman, difícilmente levantarán la voz sus trabajadoras. A pesar de todo, Xiqi está contenta. Gana entre 120 y 130 euros al mes, un 150% del salario mínimo, y consigue enviar entre 40 y 50 a su familia en Sichuán.

Ninguna de las trabajadoras, la mayoría procedentes de provincias pobres del interior, como Xiqi, cuenta con seguro médico, y el empresario no paga impuestos por ellas. Para evadir las tasas, además de mantener algunos empleados en la sombra, ha creado tres pequeñas entidades fiscales diferentes. "Si tuviese sólo una empresa con 150 trabajadores, no contaría con las exenciones fiscales que ofrece el Gobierno para las pequeñas empresas, y no podría ofrecer los precios tan bajos que me exigen los clientes extranjeros", dice. De otra forma, tampoco podría haber obtenido el millón largo de yuanes (más de 100.000 euros) de beneficio neto del año pasado, que se reparte a medias con su mujer. "Bueno, y algo también hay que darles a los del partido", afirma.

La ciudad de Yiwu es un ejemplo claro de la China industrial del siglo XXI. Amplias avenidas atestadas de todo tipo de vehículos, desde triciclos hasta Cadillacs, y edificios que tratan de disimular su vulgaridad con neones de colores. Muchos de los luminosos están escritos en árabe, muestra de que la ciudad se ha convertido en un centro de producción de primer orden para Oriente Medio.

Por los pasillos del gigantesco mercado de Futian, uno de los complejos mayoristas más grandes del mundo, los rasgos asiáticos se diluyen en un torrente de caras de piel aceitunada. Los tocados musulmanes predominan entre la clientela de las fábricas de aparatos eléctricos, textiles, y juguetes. Muchas de las pequeñas fábricas de la región, como la que emplea a Wen Xiqi, dedican la mayoría de su producción más barata a los países árabes y a África, donde, como asegura la propietaria de una nueva fábrica, situada a 30 kilómetros de la ciudad, "los controles de calidad son muy inferiores a los de Europa o EE UU".

En el almacén de la planta de esta joven empresaria esperan 20.000 toros mecanizados para ser enviados a Sudáfrica. Como otros muchos emprendedores, la propietaria pidió prestado el dinero para comprar varias máquinas de coser y el material necesario para un primer encargo de osos panda de peluche. El negocio ha prosperado. Posee su propio edificio con unos 300 trabajadores en tres plantas, y pedidos de tres continentes.

Hu Qingping es uno de los pocos varones de la fábrica, menos aceptados por menos dóciles y minuciosos. Acaba de lograr la mayoría de edad y asegura llevar ya cuatro años trabajando en el sector. Ahora está al frente de la sección de costura, donde los cuerpos de Winnie the Pooh pasan de puesto en puesto. Sólo se oye el rápido tac tac de las máquinas de coser. No está permitido hablar en horas de trabajo, entre 10 y 16 al día, dependiendo de la carga de trabajo. Qingping lleva trabajados 20 días sin descanso y en los seis meses que lleva en la empresa ha tenido diez días libres que ha utilizado para hablar por teléfono con su familia, pasear por los alrededores, y comprar un MP3 que le alivia el silencio de la planta e irrita a su supervisor.

Como la mayoría de sus compañeros de trabajo, reside en uno de los dormitorios de las instalaciones donde lo único que le molesta son los roedores. "El frío lo combatimos durmiendo con ropa y sumando mantas. Peor es el calor del verano".

Para la propietaria, la copia se ha convertido en la base de su negocio. Asegura poder reproducir cualquier tipo de muñeco partiendo de sólo dos fotografías. Sus reproducciones de personajes de Walt Disney dan fe de ello. Que no tenga derechos de reproducción no le quita el sueño. "Aquí se copia todo, y no pasa nada", reconoce. "Sólo hay que tener las conexiones adecuadas". Sus principales clientes son chinos de la provincia de Zhejiang que han abierto negocios por todo el mundo, pero esta mujer desea expandir su horizonte: "Generalmente tengo problemas con los pagos y los chinos son mucho más exigentes en cuanto al precio, por eso me gustaría proveer a empresas de occidentales". Asegura que, gracias a sus reducidos costos, quien trabaje con ella puede obtener rápidamente el 200% de beneficio. Y no hay que preocuparse por los plazos, siempre los cumple. "Cuando tengo problemas de personal, acudo a mujeres del campo que realizan parte del trabajo en sus casas por menos dinero". Asegura que sus trabajadores están dispuestos a trabajar durante toda la noche si el tiempo apremia. Es lo que sucede ahora con unos soldados armados de fusiles de un plástico de dudosa calidad que tienen España como destino.

A unos 15 kilómetros de allí, en un bloque típicamente industrial, los 200 trabajadores de Joyce Yang dedican su tiempo a las sonrisas de los niños americanos. Aquí se diseñan y producen cientos de miles de peluches que inundan ambos hemisferios del continente, "el mercado más apetecible para el sector por su tamaño y por los precios que se pagan". La suya es considerada una empresa modelo, que cuenta incluso con un departamento de diseño en el que se prima la calidad del producto, y que cumpla con las normativas de cada país con el que trabaja. En su cartera de pedidos se encuentran grandes nombres que prefiere no revelar. "El caso Mattel ha perjudicado a la industria en general menos de lo previsto, pero tenemos que ser cautos", recuerda. El propio Gobierno chino ha lanzado una campaña, que califica de honesta, para evitar que los juguetes sean producidos con materiales peligrosos. Sin embargo, Yang no tiene dudas: "Funcionará durante un tiempo y, cuando la gente se olvide, las empresas sin escrúpulos volverán a rellenar los ositos de morralla, y a utilizar los plásticos más baratos en los juguetes. Aquí, muchos empresarios ponen su interés en el corto plazo: coge el dinero y corre".

Su mayor preocupación en este momento es la apreciación de la divisa nacional, el yuan. "Perdemos competitividad y tenemos que pasar esa carga a los trabajadores. Por otro lado, el aumento del precio de la mano de obra y de los materiales es constante. La hora de nuestros trabajadores ha pasado de tres a cinco yuanes [de 30 a 50 céntimos de euro]". Las horas extras, a menudo no se pagan.

Mei Chen vive rodeada de perritos, osos, monos y conejos. Montañas de ellos. Esta mujer de 37 años se encarga de las aberturas por las que se ha introducido el relleno. Es capaz de cerrar un peluche de 50 centímetros en menos de 20 segundos. Si su rendimiento baja, teme perder el empleo. "Yo ya no soy joven. Si el jefe piensa que me retraso, simplemente me echan y cogen a alguien más joven. Es algo que sucede a menudo". Como reconocen algunos empresarios, la mano de obra es tan barata y eficiente que no merece la pena invertir en tecnología. "Muchas de mis empleadas podrían hacerle sombra a una máquina de coser", reconoce orgulloso el propietario de la fábrica en la que trabaja Chen.

A a ella no le importaría tener el apoyo de algún aparato. Es la única que, en secreto y fuera del recinto fabril, atreve a quejarse: "Para ellos y para sus clientes extranjeros no somos personas, sólo objetos que les proporcionan beneficios y que, además, no tienen derechos. Este es teóricamente un país comunista que, supuestamente, quiere crear una sociedad harmoniosa, pero ¿quién vela por nuestra salud, por nuestra dignidad? Tengo un hijo al que no veo desde hace casi dos años. Si me despiden, ¿qué voy a hacer? Por eso, lo mejor es que me calle y que siga trabajando aquí mientras el cuerpo me lo permita".

© Diario EL PAÍS S.L. - Miguel Yuste 40 - 28037 Madrid [España] - Tel. 91 337 8200

 

 

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